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Cómo sobrevivió Túnez a su propia revolución – las cuestiones aún abiertas

Manifestantes tunecinos en enero de 2011 [Chris Belsten/Flickr]

Hace seis años, en una pequeña ciudad tunecina llamada Sidi Bouzid, un comerciante llamado Mohamed Bouazizi se plantó frente a una comisaría, vertió queroseno sobre su cuerpo y lo prendió en llamas.

Este joven no se imaginaba que este acto de pura furia y desesperación sacudiría por completo la estructura del régimen autoritario que llevaba 23 años manejando su país con mano de hierro, iniciando una revuelta popular que derrocaría a su dictador y se extendería por toda la región.

A pesar de la común tendencia de glorificar o denigrar la revolución tunecina, tenemos que pararnos a examinar su trayectoria laberíntica y evaluar sus complejos resultados, fracasos y éxitos; así como los peligros que aún supone.

El valor del compromiso

Han pasado seis años desde que el dictador tunecino Zine El Abidine Ben Ali embarcara en un avión y huyese a Arabia Saudí en medio de la noche. Desde entonces, el panorama político en su país ha cambiado hasta ser irreconocible. Hoy en día, los tunecinos disfrutan de una gama de derechos y libertades sin precedentes en su historia; desde libertad de culto a la de expresión, pensamiento, asociación o congregación.

Cuentan con una constitución progresista que garantiza estos derechos públicos e individuales, un parlamento elegido libre y democráticamente y un notable equilibrio de poder.

Aquí se incluyen una serie de organismos elegidos que trabajan para asegurar la transparencia de las votaciones presidenciales, legislativas y municipales; así como la libertad e independencia de los medios de comunicación y del poder judicial. También existe un comité conocido como la Comisión de la Verdad y la Dignidad que se ocupa de supervisar el proceso de justicia transicional.

Huelga decir que estas instituciones no tienen similares en la región árabe, controlada por dictaduras y semi-dictaduras y dividida por etnicismos, sectarismos y religiones.

Frente a las dificultades, los tunecinos han logrado superar la difícil crisis que estalló en 2013, cuando los dos líderes de la oposición fueron asesinados después del golpe de Estado militar en Egipto, que amenazaba con poner un fin a la nueva democracia del país.

Esto condujo a la Troika, que controlaba el país en aquel momento y estaba compuesta por Al Nahda, el ganador de las elecciones de 2011, en alianza con otros dos partidos más minoritarios. En cambio, cedió al poder a un gobierno independiente, en el marco de un diálogo nacional dirigido por las mayores organizaciones de la sociedad civil tunecina, la más importante la Unión Nacional de Trabajadores.

Los tunecinos se han esforzado a la hora de resolver pacíficamente sus diferencias políticas a través del compromiso, sin recurrir a la violencia o a la exclusión. Esto es lo que distingue su historia post-revolución y justifica que hablemos de la “excepción tunecina”.

El compromiso político era más una necesidad que una elección, dictado por el nuevo equilibrio de poder regional generado por el golpe de Estado egipcio y el colapso de la “Primavera Árabe”.

Se inició con una reunión, celebrada en París, entre Rached Ghannouchi, líder de Al Nahda, el partido gobernante; y su archienemigo en aquel momento, Beji Caid Essebsi, el actual presidente tunecino. Culminó en una serie de acuerdos que pusieron fin al bloqueo político.

Túnez se libró de un terrible destino

Hasta ahora, una serie de factores han evitado que Túnez comparta el destino de otros países involucrados en la Primavera Árabe.

Algo tiene que ver con la localización del país. La creciente democracia de Túnez ha gozado de una relativa cobertura geográficamente, mayoritariamente debido a que este país del norte de África está alejado de los conflictos centrales de Oriente Medio, con sus presiones y limitaciones, especialmente aquellos relacionados con el conflicto árabe-israelí.

La cohesión de la sociedad tunecina y la ausencia de divisiones – ya sean religiosas, sectarias o étnicas – han facilitado mucho el proceso de la transición democrática. Las diferencias políticas entre los tunecinos tienden a permanecer dentro de su propio contexto político e ideológico, sin transformarse en polarizaciones tribales, sectarias o raciales, como ha ocurrido en Siria, Irak o Yemen.

También tiene que ver la relativa difusión de la educación, el tamaño de la clase media y la tradición de la política partidaria y la sociedad civil, a pesar de contar con un historial de opresión política.

El hecho de que el país no tenga tradición de intrusiones militares en su política también ha sido clave a la hora de proteger su transición democracia. Habib Bourguiba, el primer presidente tras la independencia, desconfiaba del papel que el ejército jugaba en Irak, Siria y Egipto, e intentó mantener al ejército lejos del poder.

Esto ha resultado en una vida política autónoma de las instituciones militares, incluso bajo el reinado patriarcal de Bourguiba. Es un marcado contraste con Egipto, donde la política lleva dominada por los oficiales y generales desde la época de Mohamed Ali, en el siglo XIX.

Tampoco podemos olvidar el papel clave jugado por las mayores fuerzas políticas de Túnez. La más importante ha sido Al Nahda: a pesar de de la tremenda crisis política, renunció al poder y a la legitimidad electoral con la que contaba para adelantar el proceso de diálogo nacional y allanar hacia el consenso político.

Pero siguen existiendo amenazas

Sin embargo, todo esto no debería cegarnos frente a las importantes amenazas, internas y externas, que acechan la joven democracia de Túnez.

Su entorno regional es caótico; en Libia, su frontera sur, las estructuras estatales se han derrumbado, y afloran los grupos terroristas violentos, que fueron un gran problema para la industria turística de Túnez hace un año y medio.

Lo más preocupante es el alto umbral de las expectativas de los tunecinos y la creciente sensación de derechos, que se enfrenta a la lentitud del desarrollo económico, especialmente entre los graduados del país, cada vez más desilusionados, y las provincias internas, marginalizadas y empobrecidas.

Esta falta de progreso económico supone que la democracia tunecina cojee, a pesar de sus impresionantes logros políticos, y le resulta difícil mantener el equilibrio para permanecer firme.

Todo esto empeora debido al feroz eje regional, liderado por Egipto y varios jeques del Golfo, que intenta sabotear la transición política de Túnez para demostrar que la democracia es inútil e inalcanzable en esta parte del mundo.

Esto se ha reforzado con la elección de Donald Trump, que, probablemente, apoyará con sus políticas a las dictaduras y autocracias árabes bajo el pretexto del “realismo político” y la estabilidad de Oriente Medio.

La fragmentación de la vida política de Túnez es otro problema; afecta particularmente al partido gobernante, Nidaa Tounes. Esta incertidumbre ha reforzado aún más a los opositores del cambio y su intento de enterrar lo que queda de la Primavera Árabe, y así terminar con la democracia en la región.

Aun así, parece seguro que los tunecinos se han vuelto expertos en el arte del intrincado compromiso político. De momento, han conseguido resolver su principal dilema político: el conflicto de poder y cómo gestionar la política. Este sigue siendo el mayor dilema en el hemisferio árabe, aún controlado por crueles dictaduras.

El mayor desafío al que se enfrentan los tunecinos es el económico: cómo distribuir la riqueza equitativamente en las regiones de su país, y cómo rescatar a las olvidadas provincias internas de décadas de marginalización y pobreza.

La cuestión es cómo pueden convertir los grandes eslóganes de dignidad y justicia social en desarrollo, oportunidades y esperanzas; así, los pobres y oprimidos podrán, al fin, ver los resultados de su revolución

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Soumaya Ghannoushi es escritora especializada en percepciones del islam desde Europa

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