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Una imagen que dice mucho de la cruda realidad de Argelia

El hecho de que una imagen haya sido capaz de provocar semejante indignación nacional, ante lo que debería ser más que sabido por todos, dice mucho de un pueblo que finalmente reconoce la vulnerabilidad de un país enmascarada por el rostro de un líder en franco deterioro.
El primer ministro francés Manuel Valls reunido con el presidente argelino Abdelaziz Bouteflika.
El primer ministro francés Manuel Valls reunido con el presidente argelino Abdelaziz Bouteflika.

Sentado sin vida, como un esqueleto, con la mirada vacía, junto al primer ministro francés Manuel Valls, el presidente argelino Abdelaziz Bouteflika parece dolorosamente fuera de lugar; como un cadáver al que se mantiene con vida de forma artificial. No es una exageración; la desagradable imagen de Bouteflika con ese aspecto tan penoso, junto a un cómodo y saludable Valls ha conmocionado a Argelia, desatando una oleada de controversia después de que el político francés compartiera la imagen en Twitter tras su reciente visita a Argel. El crudo contraste representado en la imagen es una realidad difícil de aceptar, y ha dejado a muchos preguntándose por las intenciones de Valls al compartir una imagen de un presidente que debería estar confinado a una cama de hospital y no gestionando las cuestiones nacionales de 40 millones de personas.

Sin embargo, no se trata de la primera imagen que muestra a Bouteflika en una luz menos que favorecedora. En febrero, Rusia publicó un vídeo del encuentro entre el ministro de exteriores Sergey Lavrov y el presidente argelino. El lastimoso vídeo, igual que la fotografía, muestra al presidente agarrándose a la silla para sostenerse, inaudible e incapaz de mirar en dirección a Lavrov cuando habla. Al contrario que la fotografía, no obstante, no provocó una respuesta adecuada ni creó un debate político suficiente como para convencer a Bouteflika de que abandone sus tareas oficiales. Sin embargo, la imagen tuiteada por la cuenta de un ministro francés va más allá de una declaración rutinaria en 140 caracteres. Para los argelinos, es un doloroso recordatorio de las humillaciones históricas de la Francia colonial.

Lo que Valls pretendía al compartir la imagen habría de quedar en segundo plano ante la desagradable pero evidente realidad a la que se deben enfrentar los argelinos; su descompuesto presidente no está en condiciones de representar a Argelia por muchos años. El hecho de que una imagen haya sido capaz de provocar semejante indignación nacional ante lo que debería ser más que sabido por todos dice mucho de un pueblo que finalmente reconoce la vulnerabilidad de un país enmascarada por el rostro de un líder en franco deterioro. El hecho de que Bouteflika volara a tratarse a Suiza poco después de la visita de Valls no apoya su causa ni sirve para ocultar hasta qué punto el tema de su salud se ha vuelto legítimamente público.

El shock que pueda producir la degradación de Bouteflika puede presentar un desafío para el cambio maquiavélico, pero cuenta con antecedentes históricos. Como el humillante y racista retrato en la prensa francesa del Dey de Argelia en 1830, tras un infame incidente en el que el embajador francés fue abofeteado, Valls sonríe mientras que su homólogo parece un prisionero condenado a participar por quienes le controlan. Aunque pueda suponer una burla en plena cara a la política argelina, y lleve implícita una humillación por parte de un antiguo poder colonial, sea lo que sea lo que se pueda leer entre líneas, esto tiene que constituir una llamada a un despertar forzoso.

Estas imágenes deberían desencadenar un cambio político, a través de la aplicación del Artículo 102 de la Constitución que prevé la terminación de la legislatura de un presidente en circunstancias “excepcionales”; en este caso, su salud. Sin embargo, las repetidas llamadas al cambio resuenan demasiado débilmente, fracasando constantemente a la hora de encauzar una corriente de cambio verdaderamente influyente. La debilidad de la oposición, el autoritarismo respaldado por el ejército y una sociedad en gran medida estancada son factores que han contribuido a la puesta en cuestión de la integridad regional e internacional de Argelia y a su disfunción social.

La crisis económica continúa agravándose, con los precios del petróleo cayendo desde hace casi un año; la reducción del valor del dinar; la arraigada terquedad que se opone a las inversiones extranjeras y persiste en su resistencia a las influencias extranjeras; el cisma cada vez más profundo que crean las medidas de austeridad; todo ello traza los contornos de un panorama socio-económico muy desalentador.

La senilidad de Bouteflika va más allá de una imagen lastimera; sus consecuencias negativas impregnan la gestión de las instituciones y de los asuntos constitucionales. Sin una apariencia de actividad por parte del jefe del estado, el número contado de audiencias con los representantes extranjeros que visitan Argelia, así como los consejeros y ministros leyendo los mensajes en nombre de Bouteflika en las ocasiones importantes, sólo pueden proseguir hasta que los argelinos se conviertan en cómplices de su propia humillación. El hecho de que los críticos con el régimen tracen paralelismos entre las actuales dificultades de Argelia y el estado del movimiento nacional a inicios de los 40 y de los 50 constituye un desdichado análisis del desarrollo político y social de Argelia. La falta de soluciones para la resolución de las crisis internas en favor del pueblo argelino sólo conducirá a un aumento de la presión de los actores externos; un temor contra el que Argelia ha luchado con frecuencia.

Un consenso político nacional para un cambio ordenado y democrático con el fin de restaurar la capacidad del gobierno argelino de tratar de forma competente con las presiones geopolíticas internas y externas es una necesidad. Sin embargo, la descompuesta salud de quien es el rostro de la política es simplemente una máscara del estado de la sociedad; el pueblo argelino se encuentra atrapado en el orgullo por los mártires de su país y de su historia de resistencia, pero son incapaces de inyectar ninguna de estas lecciones en sus luchas de hoy en día.

El orgullo de los héroes nacionales cuyas imágenes adornan las escuelas, las calles y las instituciones moldea desde hace tiempo la identidad argelina, pero la ausencia de un esfuerzo explícito por continuar esta lucha, presionando a favor de un cambio social y político, es un pobre precio a pagar por un sacrificio tan sangriento. Si el mismo fervor con el que los argelinos acuden con tanta pasión a los partidos de fútbol y a los eventos con representación nacional fuera inyectado regularmente allí donde es verdaderamente necesario, estaríamos ante una tesitura sociopolítica muy diferente. En las presentes condiciones, las palabras de crítica y las quejas dan para mucha conversación, pero fracasan una y otra vez a la hora de conducir a la mayoría a continuar con el espíritu que los héroes nacionales lucharon con tanto esfuerzo por crear. La rabia que está alcanzando un punto de ebullición muy peligroso en los jóvenes frustrados, incapaces de organizar la causa por la que luchar, sólo puede ser canalizada de forma negativa. Las protestas del movimiento separatista de la Kabilia, que hace un frente de su propia resistencia por la autonomía, son dirigidas por jóvenes cuya marginalización sólo puede expresarse a través de disturbios y protestas. Esta marginalización, sin embargo, no puede ser el único motor del cambio político; es un reflejo de la debilidad de los movimientos sociales y de la inactividad de los partidos políticos. Una cosa es reconocer los incontables problemas que azotan Argelia, pero el ímpetu debilitado de un pueblo que claramente cede sus derechos a cambio del estancamiento sociopolítico entra en contradicción directa con su orgullosa historia y las profundas pérdidas cuyas ramificaciones se hacen notar aún hoy día.

Una visión utópica de una revolución que replique la de 1954, para agitar de forma radical la nación, es inútil cuando se trata de la mentalidad de un pueblo empujado hacia las satisfacciones temporales, cuando se producen pequeños cambios, como reformas constitucionales, para acallar la conciencia moral de las autoridades. A no ser que las exigencias de la minoría se queden únicamente en la ignorante esfera de la mayoría, eligiendo el caos ordenado en lugar de la anarquía revolucionaria, la humillación a través de una fotografía será sólo la punta del iceberg. Si los argelinos están esperando al fallecimiento de su líder como la señal necesaria para dar finalmente el paso más allá de las palabras vacías, entonces la anarquía a la que tan legítimamente temen será el violento despertar al que han estado tratando de resistir desde la guerra civil de los 90. Si logran implementar lo que su gloriosa historia les ha enseñado, en lugar de esperar que la inevitable estabilidad caótica se derrumbe sobre sus cabezas, entonces tienen una oportunidad de curar las heridas nacionales que acechan su conciencia histórica. Hasta entonces, sin embargo, las imágenes de vulnerabilidad, de una gestión desfasada y una representación lastimosa mancillarán un país cuya única gloria permanecerá enterrada en sus polvorientos libros de historia.

 

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