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La rebelión muda. La bicicleta verde de Haifaa Al-Mansour

La película invita a reflexionar sobre el punto hasta el que los individuos pueden interiorizar una serie de normas sociales, por asfixiantes que sean.

C.P.

Cuando la madre de Wajda la sorprende en la azotea, aprendiendo clandestinamente a montar en bici, la niña se cae y anuncia que se ha hecho sangre. La madre se horroriza: sus temores, por un momento, se confirman. “¿¡Sangre!? ¡Tu virginidad!”. Wajda, de 11 años, está harta de escuchar aprensiones semejantes. “Que no, mamá, que es la rodilla”.

Los tabúes que impiden a las mujeres montar en bicicleta, o realizar actividades físicas intensas, de cara a la protección del honor familiar, están extendidos mucho más allá de las fronteras de Arabia Saudí, el país retratado por una película pionera en este sentido. Pero uno de los aspectos más chocantes quizá, a ojos del espectador occidental, es el contraste entre derechos de la mujer y desarrollo económico: implícitamente se suele dar por hecho que entre ambos hay algún tipo de relación de proporcionalidad. En la cinta, por el contrario, somos testigos de cómo la madre de Wajda trabaja y va de compras al centro comercial, pero al mismo tiempo –la jaula dorada-, vive un escalofriante encierro con la única compañía de su hija. El marido no pasa apenas por casa y se resiste todavía, sin mucha convicción, contra la presión de su familia para que se case con una segunda esposa, que le pueda dar un heredero varón.

Y ni que decir tiene que las relaciones sociales (aunque sean sólo con mujeres) se vuelven complicadas cuando no puedes salir sola de casa, teniendo además que respetar una serie de estrictos códigos sociales que establecen con quién tienes derecho relacionarte. La madre de Wajda –la principal víctima de la película, que a la vez se autoimpone su destino- le retira la palabra a su propia hermana. El delito: trabaja en un hospital en el que también hay personal masculino y, para colmo, sin cubrirse la cara. La pequeña rebelión de la madre en apoyo de su hija llegará sólo en el momento en el que no le queda “nada que perder”.

La película, muy tradicional por lo demás desde el punto de vista narrativo y estético, tiene el mérito de ahondar en esa falta de espacio que oprime la vida de las mujeres –y, adivinamos, aunque en menor medida, la de los hombres-. Lo que aprende Wajda es a rebelarse de forma silenciosa, a aprovechar los pequeños resquicios que deja el sistema y su conocimiento de las reglas del juego para lograr sus objetivos. Con lo que sueña la despierta Wajda es con hacerse con una bicicleta verde que ha visto en una tienda, con la que quiere echarle una carrera a su amigo Abdullah.

Pero la rebelión muda de Wajda, que estará dispuesta a apuntarse incluso a un concurso de recitado coránico para conseguir el dinero que necesita, no trata únicamente de su derecho a contravenir el rol estipulado para la mujer. Lo que está en juego es su derecho a la infancia. Mientras que los niños varones juegan en la calle, igual que en cualquier lugar del mundo, las niñas son sexualizadas desde la más tierna edad. Incluso antes de estar listas para el matrimonio (a eso de los 10 años), cualquiera de sus gestos –mostrar la cara, correr, cantar- es sospechoso de incitar el deseo masculino. Y uno de los aspectos que la cinta refleja con maestría es cómo son las propias mujeres las que se reprimen las unas a las otras, las propias niñas las que se dicen unas a otras que no se rían tan fuerte, porque las pueden oír los hombres. Más allá del tópico de la policía religiosa –que, en un paso más simbólico que otra cosa, ha perdido recientemente en Arabia Saudí la facultad de detener-, la película invita a reflexionar sobre el punto hasta el que los individuos pueden interiorizar una serie de normas sociales, por asfixiantes que sean.

A modo de anécdota, valga señalar que la segregación de género fue un obstáculo para el propio rodaje de la película, estrenada en 2012. Tal y como ha referido en varias entrevistas la directora y guionista Haifaa Al-Mansour –por lo demás, muy comedida en las críticas a la sociedad de su país natal-, al rodar en algunos de los barrios más conservadores de Riad tuvo que dirigir desde el interior de una furgoneta. No le permitían mezclarse entre los hombres en el set, en la calle, y Al-Mansour se veía forzada a contemplar la interpretación de los actores masculinos en una pantalla, mientras les daba instrucciones por walkie-talkie.

Que Al-Mansour es la primera mujer que dirige una película en el reino saudí no chocará a nadie, dadas las circunstancias. Pero lo que sin duda será más sorprendente para muchos lectores es que La bicicleta verde es el primer largometraje rodado íntegramente en la monarquía del Golfo, país reticente en lo que se refiere al cine. En los años 80 el gobierno cerró todas las salas existentes por motivos religiosos, y en la actualidad sólo hay en funcionamiento un cine IMAX, en la ciudad de Khobar.

Pero, en una de esas paradojas que parecen poblar la realidad de este país, estos hechos –unidos a que la película es crítica con la sociedad saudí-, no implican que las autoridades hayan tratado de poner impedimentos al filme. Más bien al contrario: la productora Rotana, propiedad del príncipe Al-Walid bin Talal, es responsable de la mayor parte de la financiación de esta coproducción germano-saudí.

Y por si fuera poco, se trata también de la primera película que Arabia Saudí ha seleccionado para ser presentada para el Óscar a la mejor película extranjera. Está claro que se trata de un país de contradicciones y que –al menos- una parte de la sociedad quiere darle voz a la rebelión silenciosa de Wajda.

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